16.2.17

La fábrica de nada

Yo conozco a esos lectores que en verdad no son nada lectores, que se sienten incómodos avanzando si no hay luz, si no conocen plenamente de principio a fin el secreto de todo lo que concierne a una obra. Por eso en absoluta conformidad con esta disposición personal a defraudar, siempre he pensado que lo mío es reducirlo todo hasta su mínima expresión. Hasta que no quede nada más que un símbolo de ausencia diciéndolo. Y esto, a pesar de las consecuencias. Brevis esse laboro obscurus fio.

Así he comenzado la historia de mí mismo: reduciendo. Optando por evitar decir. Claro que lo suyo sería dejar de vagabundear colgado de un pino como un viajero inmóvil; decir cosas de este mundo. Pero para eso los demás. Yo prefiero no decir, como lo estoy haciendo aquí y ahora, colgado del mismo pino de siempre, con el mismo cuaderno de siempre, lleno de las mismas hojas vacías de siempre, satisfecho con mis palabras, las cuales siempre dicen poco o nada.

Entonces ¿por qué lo hago? No lo sé. O tal vez sí: la pereza siempre prefiere evitar hacer. Para compensar escribo ruido. Y mi ruido, de tanto plasmarlo, ha ido volviéndose una expresión cada vez más simple y clara. (La pereza también es maestra.) Todavía no es símbolo de ausencia, todo lo contrario, pero es algo así como una máquina que se refina día a día, aunque en definitiva nunca ha producido nada, y ése tal vez es su mayor logro. Mi pereza y yo hemos creado una refinada fábrica que permanece eternamente cerrada, funcionando puertas adentro. Trabajando para producir nada. Sólo se oye el ruido de su arquitectura engrasada y cada día más precisa, el cual plasmo en mi cuaderno desde el pino. La gran fábrica de la nada, así la llamo yo; forjada a base de pereza e inmovilidad. El esfuerzo radica en no detener la fábrica hasta convertirla en la única obra capaz de dominar el arte de no decir nada sobre este mundo. Ésa es mi obsesión.