31.7.16

01: Movimiento


01: No sé, siento como si este cuaderno digital aún no hubiera ni empezado a rodar. ¿Crees que cuando llegue a un cierto número de entradas -112 por ejemplo-, o a una fecha en particular -el 27 de algún mes se me ocurre-, habrá ya nacido? Últimamente todo es una extraña asociación entre números y un lugar al que llegar; digo extraña porque me entretiene.
Esta mañana salí de casa con la valija bajo el brazo y la certeza de que llegaría a Panamá al final del día, mi primer destino en este viaje que comenzó desde Barcelona. Pero un retraso en la conexión y una serie de algoritmos que usan las compañías para calcular cuántos asientos vender de más en un vuelo, me dejaron en Amsterdam hasta mañana.
(Escribo desde un tren casi vacío, sentado en un asiento de gamuza naranja, avanzando hacia la estación central).
Aprovechemos y hagamos algo, ¿no crees? Mejor empecemos mañana que es 1ero de mes. Y ya que estamos sigamos hasta el 15, que lo divide por la mitad.
En estos asuntos del movimiento yo confirmo una y otra vez eso de que caminando en línea recta no puede uno llegar muy lejos.







15.7.16

Sus ojos apagados

De sus ojos apagados brotaba un chorro caliente cuando los abrió, aún aturdido por el sueño. Afuera era noche y en las pupilas de los gatos aún estaba la luz opaca de las farolas. Pero a él, el privilegio de captar los acentos del tiempo a través de los cambios de luz y el deterioro de las cosas, le había sido negado desde siempre. Conocía la oscuridad desde antes de nacer, por lo que no sabía lo que era realmente la oscuridad.

Sintió a la altura del esternón un ahogo que se parecía bastante a la nostalgia, pero no pudo sentir auténtica melancolía -cuyo sabor es tranquilo-, el sudor y el vaho trémulo que salía de su boca negaban cualquier rastro de serenidad. Permaneció inmóvil un instante, apenas un tramo de instante, queriendo entender su ubicación a través del recuerdo y la intuición, que al final son las únicas herramientas con las que cuenta desde siempre para atrapar la realidad. Su vientre adolescente, blancuzco y terso, se contraía y se ablandaba. Más abajo, esparcida por la tela del calzoncillo, yacía aún tibia la evidencia de que ese pánico había sido -no hacía mucho- un terrible placer.

Se alzó ayudándose de ambos brazos y una vez firme, giró el cuerpo hasta dejar ambas piernas colgando por el lateral izquierdo de la cama. Luego, lentamente, consciente de que allí se escondía una premonición, fue trayendo ambas manos hasta apoyarlas sobre el sexo, aún tieso. Al sentir la tela húmeda y el calor de sus manos entrando en su cuerpo, por detrás de sus ojos apagados apareció el ruido seco de las bolas de billar, la figura negra y esbelta, la luz revelando la piel, los ojos encendidos de Delfina helándose. Apartó de inmediato las manos, asustado, como si esa parte de su cuerpo guardara conexión con la porción más terrible del sueño. Afuera, en la calle, los gatos se lamian el pelaje unos a otros.

Estiró el brazo derecho y comenzó a tantear la mesa que había junto a la cama, siguiendo el mismo movimiento inquieto con el que examina las aceras de la ciudad con su bastón. Pasaron por la yema de sus dedos un billete de metro y un manojo de monedas desparramadas. Finalmente encontró el móvil. Entendió entonces que eran las tres de la mañana, que todo había sido un sueño, y que su vida, por suerte, continuaba siendo una sombra conocida.

Se dejó caer hacia atrás y permaneció así un par de segundos. Luego alzó las piernas hasta quedar en cuclillas y de un solo movimiento, se quitó el calzoncillo con ambas manos. Cuidadosamente lo dejó caer en el pequeño espacio que  había entre la cama y la mesa (más tarde lo recogería de aquel recoveco) y volvió a abrigarse bajo las sábanas, cubriéndose todo el cuerpo y quedando en una posición con las rodillas tocando sus codos. En el medio de ese nudo de piernas y brazos lampiños, se asomaba el móvil sostenido por ambas manos. Rec/Play.

I

Estábamos rodeados por cosas que no logro explicar llanamente. Cosas materiales y espirituales: la pesadez de la atmósfera, un sentimiento de sofocación, de ansiedad. Pero sobre todo ese particular estado de existencia que alcanzamos los seres minusválidos cuando los sentidos están agudamente vivos y despiertos, mientras las facultades reposan apagadas. Stop.

II

Apareció muda como el viento. Lo supimos porque las velas que nos rodeaban de repente alzaron esa atmosfera pesada, húmeda, trayendo un respiro al sofoco que se vivía en la orgia. Supe inmediatamente que había llegado por mí. Tal vez fui yo quien la invitó. Me llamó por mi nombre que no era el mío verdadero, pero así me llamaba yo en realidad. Me has conocido en un momento extraño de mi vida, le dije. Luego todo a nuestro alrededor continuó sucediendo mientras ella apoyó sus labios en mi oreja, y tomándome el rostro con todos sus largos dedos, me suplicó que registre la luz con mi boca. Con precisión, agregó. Asentí sin entender, más persuadido por la dulzura de sus dedos que por sus palabras. Luego sus manos comenzaron a bajar y su lengua entró en mi oído. Stop.

III

Creo que estaba enamorado de Delfina. Stop.

IV

No puedo explicar nada sin antes decir cómo es ella. Y no quiero hacerlo.  Nadie lo entendería. Me ha pedido lo imposible. Si digo que su cabello era rojo, ¿cómo me creerán? , ¿Cómo podrán saber cómo es el rojo?,  si no han visto como he visto yo. No, no sería la mujer de cabello rojo que se imaginan. Lo mismo con su nombre, si les digo que era Delfina, imaginarán cómo es el nombre Delfina y sin embargo no será ella. Stop.

V

Mi padre dijo no hace mucho que la mejor historia del mundo es la más fácil de contar. Conoce varias. Si es que mi padre tiene razón, mi historia es…pues…. Stop.

VI

Me llevó al Ambos Mundos, un bodegón donde sirven guisos después de medianoche y que olía a pescado crudo. A escamas pegadas en la ropa. Supongo que un puerto no se hallaría lejos. Me senté en un taburete junto a la barra. Podía escuchar a mi derecha, no muy lejos, los tacos golpeando las bolas de billar. Delfina volvió a poner sus labios en mi oreja y me contó que había una mujer alta, negra y esbelta, que se levantaba cada tanto y ponía monedas en la victrola sin mirar las teclas, las presionaba de memoria. En sus ojos se reflejaban las luces de neón amarilla. ¿Sabes cómo es una luz de neón amarilla reflejándose en las pupilas de una mujer que quiere bailar? Me preguntó. No, no sé. Y entonces sus labios por fin llegaron hasta los míos y su lengua era tibia, y su sabor era una ansiedad dulce. Stop

VII

….Stop.

VIII

Me besó mientras los tacos golpeaban las bolas. Continuó besándome hasta que dejé de oír la canción que ponía una y otra vez la mujer de los ojos de neón. De repente estábamos desnudos. Aunque yo sentía que sus ojos estaban fijos en los míos, me obligaba a no percibir su  expresión. Y mientras ella contemplaba fijamente las profundidades de mis ojos apagados, su lengua adentro mío cantaba las canciones de la creación. Mi cuerpo comenzó a quemarse por dentro. Cuando ya no pude más, cuando por fin solté la vida, la vi claramente a Delfina absorbiendo mi sombra. Y de mis ojos comenzó a brotar un chorro caliente. Stop.


                                                                              Dibujo: Aitor Garbizu


Cuento publicado en esQuisses: http://www.esquisses.net/2016/07/sus-ojos-apagados/

1.7.16

El viajero inmóvil

Voy en un viejo globo, llegando a Lima. Voy de pie, algo hechizado, con ambas manos apoyadas sobre el borde y la cabeza asomada apenas por fuera del canasto. Abajo es 1959 y alrededor el cielo es tan gris como dicen. Silencio absoluto, calma completa de la atmósfera, sólo perturbada por los crujidos del mimbre que me lleva. En la engañosa quietud evoco a mi anfitrión limeño, Alfredo Bryce Echenique, que ya me está esperando allí abajo en una fiesta de verano, un baile de sedas y organdíes, de tules, de pegajosos calores limeños, de humedades, de jardines sumamente verdes, floridos e iluminados lindos, y con la orquesta del Almirante Jonas, allá, a un lado. Y ahí, en medio de todo aquello ya estoy yo sentado junto a mi amigo Alfredito, un adolescente al que ha abandonado su gran amor y se está pasando de vueltas con el whisky mientras Carla Parodi, la enamorada de su compadre el Peruvian Apollo, lo consuela y le dice que ya está bien de trago Alfredito, no seas tonto. Y así, con su vocecita suave y su sutil inteligencia, Carla se lo va metiendo poco a poco en el bolsillo, como lo ha hecho con todos los amigos de su enamorado. Incluso yo he saltado de cabeza a su bolsillo y desde allí adentro, recostado sobre la perfumada tela de Carla Parodi, observo Lima en 1959.
A veces pienso que gran parte de nuestra vida ocurre adentro de la mente, en recuerdos, imaginación, interpretación o especulación. Tal vez por eso simpatizo con los que se van sin irse, con los que dicen haber estado en un lugar y luego descubro que no han pisado ese sitio en su vida. Me caen bien porque corroboro a través de estos viajeros inmóviles que solo las imaginaciones limitadas necesitan los viajes al extranjero. De hecho, nada me provoca tanta curiosidad y admiración como aquellos que cierran con doble llave sus cuartos para que el encierro sople con mayor libertad su vuelo mental.
Hace quince años emprendí un increíble viaje por la Patagonia argentina; el primero que hice en solitario. El viaje duró un mes. Pero sentado en silencio he regresado mentalmente infinidad de veces, he tratado de entenderlo, de encontrarle un sitio en mis pensamientos. Ese viaje inmóvil ha durado quince años, y probablemente dure para siempre. El viaje, en otras palabras, me dio vivencias, pero sólo al sentarme en silencio es que he podido transformarlo en un libro de mi autoría que puedo leer cada vez que –inmóvil- lo desee.
Una de las primeras cosas que se aprende al viajar es que ningún lugar es mágico a menos que se lo vea con la mirada apropiada. Uno lleva a un hombre irascible al Pico de Adán en Sri Lanka, y se quejará de que las lentejas están picantes. Por eso creo que la mejor manera de cultivar una mirada más atenta y apreciativa es, curiosamente, sentándome en silencio y viajando inmóvil a través de la lectura.
Los libros —aquellos objetos que como decía el querible Oliverio Girondo deben construirse como un reloj y venderse como un salchichón— no sólo sirven para evadirse, sino que son mucho más. Son, sin exageración, un viático esencial para hacer más humano este viaje.
Leer no necesariamente nos haga más inteligentes o más prósperos, pero he confirmado que sí nos vuelve más nosotros mismos; leer, sobretodo, nos hace más humanos. El viajero inmóvil –aquel capaz de quedarse conmovido por el final de una novela, de empatizar con el silencio de un personaje que padece fiebre de amor, de desentrañar adentro suyo las cuestiones que el autor plantea para sus personajes- se vuelve con cada uno de estos viajes estáticos, más consciente de lo que ocurre a su alrededor, y por lo tanto más capaz de actuar en consecuencia.
Sigo de pie en mi globo, ahora deslizándome sigilosamente hacia París. Puedo advertir en el filo del horizonte, en brumas, el confuso sabor de 1968. Allí me espera Martin Romaña, un estudiante de filología francesa, aprensivo, limeño, y futuro amigo de Alfredito. Martín está durmiendo en la hondonada mientras yo sobrevuelo techos manchados por excrementos de palomas y humedad de lluvia. Martin duerme sin saber que más tarde, mientras él y yo andemos exagerando la noche por la Rue Mouffetard, Inés ya habrá tomado la decisión de abandonarlo por su inseguridad, timidez e indecisión.
Mañana la resaca será terrible, lo sé, y mi amigo Martin estará insoportable y nuevamente atrapado por una crisis “positiva” de melancolía – y unas hemorroides que aún no sabe pero que lo llevarán hasta Barcelona. Martin pasará la tarde sentado en su sillón Voltaire, anotando en su cuaderno azul las peripecias de un latinoamericano en la ciudad de la luz. Mientras tanto yo, sentado a 48 años de distancia, estaré observándolo inmóvil; puliendo el kafkiano arte de irme muy lejos para quedarme aquí.