6.6.16

Pongamos que hablo de Buenos Aires


Esta ciudad mata. Pero eso no es noticia, lo sabe todo aquel que haya vivido aquí en los últimos setenta años. Quien avisa no traiciona. Esta ciudad mata en pequeñas dosis, a través de sus precios cada día más lejanos; de sus habladurías políticas y sus monumentos pintados con aerosol, sus calles contaminadas de ofertas comerciales; mata con sus relatos paralelos, siempre en favor de un oportunista que narra; mata con la rabia de sus conductores y el ruido blanco de sus todólogos; no, sobre todo mata con su neurótico hoy ya no aplica la lógica de ayer. Esta ciudad parece que por fin va a  estallar esta noche y no obstante siempre acaba en una destartalada resurrección. Esta ciudad es una fatalidad que me enardece a menudo, me indigna, me escandaliza, pero muy de vez en cuando también me produce un entusiasmo nocivo.
(Y sin embargo quien escribe no es de aquí). Llegué hace casi veinte años, con dieciséis primaveras recién cumplidas y el acento de uno que desafinaba con el canto inconfundible de los capitalinos. Desembarqué lleno de furia contra el silencio y el tedio de las ciudades del interior del país. Llegaba de un lugar gris, también con puerto, pero una ciudad donde nunca pasaba nada y desde la cual sospechaba que no había mayor peligroso para mí desconcierto que quedarme allí. Además todo parecía estar sucediendo aquí. Y yo, aunque no entendiera nada, quería verlo todo.
Anotaciones personales
Martes 7 de mayo de 1996. Estoy confundido. No sé si detesto esta ciudad o si estoy fascinado. Hoy me escapé de nuevo del colegio. Di el presente y durante el primer recreo me escapé por la puerta de atrás; nadie nunca se da cuenta, los beneficios de ser nuevo e  ignorado. Me vine a pasear al centro, la parte de la ciudad que más me atrapa, o al menos la que más me intriga. Siento que estas calles tienen atmosfera de lugar prohibido para gente de mi edad (o tal vez es que cada vez que vengo no debería estar acá). Cuanto más camino menos abarco, y esto no es una contradicción poética. Me veo como un detective estimulado por la adrenalina del misterio. Alguien que entiende que la trama de su caso se resuelve con más maña que fuerza. Hay en el centro un mecanismo oculto moviendo los engranajes de una intriga que se burla de mí.
Viernes 20 de septiembre de 1996. No sé qué me gusta más, si viajar en subte o sentarme en algún café. En todo caso no hay dudas que la ciudad es algo que veo sin participar, todavía no entiendo nada. Lo mejor que me ofrece es observar su movimiento desde la quietud. Tal vez acabe convirtiéndome en uno de los bancos de madera verde que hay en las plazas.
Lunes 7 de marzo de 2005. Sólo basta alejarse de una ciudad para comprender lo que ella significa. Una vez más tengo que escaparme y reconstruirlo todo desde lejos y a mi modo. Cuando estoy acá, esta ciudad ya no es lo que yo pensaba. Por cierto, la hora más distintiva es alrededor de las ocho y media de la noche, sobre alguna avenida que desemboque en el centro, a contracorriente de la muchedumbre.


Luego, cuando cumplí los dieciocho años y terminé el colegio, también abandoné el proyecto de resolver el misterio. Empecé a vivir la ciudad. Ya no era un espectador o un detective, que en definitiva es lo mismo, sino que pasé a ser un engranaje más del misterio. Y así empecé a querer esta ciudad. Un poco. Sin saberlo. Empecé a ver que en todas partes había historia, en cada esquina, aquí la casa de tal escritor, aquí el taller de tal pintor. Allá, el parque que inspiró a tal personaje. Un poco más allá, el centro, sus bares, el café del vermut, donde fui a releer el principio de mi cuento favorito, que transcurre en este lugar, entre dos varones, uno de ellos preocupado. Y supongo que empecé a ser parte de la intriga de otros detectives. Dejé de hacer fuerza. Se disolvió la ambición de entender. Solté las cuerdas. Me gustaba andar anónimo entre la multitud y a la vez ser participe. Me sentía bien. En mi casa. Yo, que siento que no soy de ninguna parte. Dividido entre varias identidades. Inmune a las habladurías nacionalistas.
Pero no por eso se dejó de formarse la extraña sensación de vivir dos vidas. Una que avanzaba con la fuerza inevitable del tiempo y lo cotidiano, con protagonistas de carne y hueso, repleta de rutinas e historias. Y otra con la ciudad, compuesta por figuras, escenas, fragmentos de diálogos que no me correspondían, restos muertos que continúan renaciendo cada vez que se activa el mecanismo oculto de la intriga. Nunca coinciden con nada estos fragmentos, pero no me importa, lo acepto.  Tan sólo registro sin ambición. 
 
El relato irracional. Alguien hace algo que nadie entiende, un acto que excede la experiencia de todos. Ese acto es espontáneo y decadente, no es narrativo pero otro alguien (quizás un oportunista) juzga que tiene sentido narrarlo. Sobre ese relato -oral o escrito-, un tercero habla y otras personas comienzan a opinar. Al poco tiempo aquel acto espontáneo y decadente adquiere forma de relato paralelo y se hace popular. Se convierte en un mal –justificado- del cual poder contagiarse. Por primera vez comprendo que el lenguaje servía para otra cosa que para nombrar o dar órdenes.
Perjudicial para la salud. Hay un hombre que fuma desde que es adolescente. Cada vez que saca un cigarrillo del paquete, mientras se lo acomoda en los labios, no puede evitar leer el anuncio en letras negras que avisa que fumar mata. Lo lee al menos unas quince veces al día. Es un acto reflejo se dice a si mismo cuando repara en que lo está leyendo, una vez más. Sin embargo el placer que le provoca el humo de tabaco entrando en sus pulmones es mayor que cualquier aviso. Sabe que está muriendo a través de pequeñas dosis de placer, y no hay nadie con quien ajustar cuentas más que consigo mismo. Quien avisa no traiciona.
Plaza de tribunales. Hay días en que se vuelven a  cruzar en el café La Cala. Ella atraviesa en diagonal la plaza de tribunales con el enorme teatro por detrás. Él ya está adentro del café. Alto, de pelo canoso, usa un impermeable color caqui; al sentarse se lo acomoda con un gesto rápido y hunde las manos en los bolsillos y empieza a desparramar sobre la mesa sus papeles. Ella entra al café y al verlo se gira y vuelve a salir, nerviosa, tal vez todavía enojada. Él no se da cuenta y continua fiel a su obsesión, tiene la mirada enviciada de los que se han dejado ganar por una ambición comercial. Pide un cortado y al volver a sus papeles remarca en un adolescente que está sentado junto a la ventana: bebe una coca-cola, lleva pantalón gris, remera con el escudo de un colegio y escribe en un cuaderno. Es martes por la mañana.
Ir perdiendo ciudades. Hay un Toyota Célica del año 81 que avanza por la autopista que circunvala la ciudad. Está comenzando a amanecer y un grupo de amigos vienen alegres y borrachos entre risas y bromas. El auto toma la salida que lo saca de la autopista para dejar atrás la ciudad. Alguien ahora sube la ventanilla y ahoga el ruido de adentro del coche; las voces y las risas se ven forzadas a acomodarse a la nueva atmosfera encapsulada. Momentos más tarde está el grupo de amigos observando la ciudad a lo lejos, desde la costanera, entre bromas, cigarrillos y botellas de agua. ¿Dónde estoy yo? Quizás subiendo la ventanilla del coche, quizás ya sentado en el césped. Invisible en el recuerdo, soy el que mira la escena y reconstruye todo desde lejos y a su modo.
Esos ojerosos cafés de las calles que trenzan el centro de la ciudad, cercanos todos a la plaza de tribunales o a la del Congreso, allá donde todavía es posible ver callar a algunos de los mejores hombres: varones de hierro forjados en tantas batallas, callando hoy por los rincones de las tabernas. Son los hombres que dijeron que un día volverían, y lo hicieron, pero ya libres de sentimentalismos. (Había caído en la alegre certeza que aquel adolescente que escribía empujado por la adrenalina del misterio ya era el mismo hombre que ahora narra libre de sensiblerías y vaguedades: “…somos el mismo; los dos descreemos del fracaso y del éxito”). Las calles de esta ciudad ya son mi entraña. Pongamos que hablo de Buenos Aires.  




Publicada en esQuisses: http://www.esquisses.net/2015/12/pongamos-que-hablo-de-buenos-aires/

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