18.9.13

Los manuales del difunto


Hubo un tiempo en el que viví cerca del mar, en un pueblo cuya gente parecía abandonada a las costumbres de una vida simple y dócil. Tal vez por eso me fui quedando allí.

Una mañana, sentado en las escalinatas de la posada donde vivía, vi pasar un cortejo fúnebre. Lo primero que me llamó la atención no fue el drama de la muerte sino el luto que vestían: nunca antes en esta isla había visto gente vestida de negro. De hecho, el cielo azul y el calor bochornoso del mediodía ridiculizaban aquella caravana que avanzaba por la calle de tierra. 

Cuatro hombres cargaban el féretro justo unos centímetros por encima de los hombros. Era un cajón humilde, hecho de una madera simple que me recordó a las casas prefabricadas que el gobierno había inaugurado hacia poco cerca de la autopista. No tenía cruces estampadas ni manijas de bronce; era más bien una caja de madera pálida que avanzaba suspendida sin que la tierra que se levantaba la alcanzase. Por debajo del difunto, llanto, sudor y polvo. Por el rostro de los hombre que cargaban al muerto supuse éste debía haber tenido unos cuarenta años, o tal vez menos (en los pocos meses que llevo aquí me di cuenta que el sol y el alcohol no perdonan a los hombres). Detrás del féretro caminaba la viuda. Llevaba el gesto propio de la confusión y el desespero. Por ambos brazos la sujetaba un grupo de mujeres que intentaban consolarla sin éxito; la viuda claramente se negaba a aceptar lo que había frente a sus ojos.

En verdad, la caravana y los llantos no me hubieran llamado la atención si no hubiera sido por una bandera verde y blanca que arrojaron desde uno de los balcones de mi calle. Un hombre salió de la muchedumbre y la acomodó sobre el cajón. Inmediatamente remarqué en las cintas que llevaba en la solapa, también verde y blanca. Intrigado por el simbolismo que comenzaba a aparecer en un acto tan natural, dejé el periódico sobre uno de los escalones y decidí unirme al cortejo. Caminamos durante casi media hora hasta llegar a un cementerio ubicado en las afueras del pueblo y donde no había estado antes. Avanzamos entre cruces blancas y flores secas hasta llegar a uno de las esquinas. El sitio me pareció impresionante: era un campo de césped verde repleto de tumbas blancas y sobre un acantilado que miraba de lleno al mar.

El entierro fue un murmullo en el que sólo se oía el sollozo de la viuda y el balbuceo de las mujeres que se acercaban a consolarla. Esperé hasta el final de la ceremonia y entonces me acerqué hacia la viuda. Le presenté mis pésames y mi respeto y le pregunté con total honestidad quién era su marido. Para sorpresa mía el difunto había sido un escritor que se ganaba la vida como cocinero en un restaurante de la plaza de armas. A pesar del cansancio y desconsuelo que llevaba en el rostro aquella mujer, noté cómo le cambiaba la mirada a medida que le hacía más preguntas sobre la vida de su marido. Me contó entonces de los últimos días del difunto, de sus sospechas sobre su muerte (él nunca conducía si había bebido, para mí lo envenenaron, sentenció sin reparo). Me dijo que la vida era injusta, que su marido había trabajado toda su vida sin descanso para poder mantener a su familia y que merecía haber vivido para ver el fruto de su esfuerzo. Luego me contó que la verdadera pasión de aquel hombre durante los últimos años había sido escribir unos manuales sobre propaganda y política que ella jamás había tenido el interés de leer. Sorprendido por lo que escuchaba le pedí a la viuda si me permitiría verlos. Accedió y me confió dos carpetas repletas de hojas a las que la humedad las había dañado pero no tanto como para no poder leerlas todavía.

De este modo llegué a conocer por casualidad uno de los informes: pongamos por caso las hormigas -decía la primera frase-  cuánto aprenderíamos si estos pequeños animales estuvieran tan concienciadas políticamente como los ciudadanos de este país. Entonces podrías tomar a una, acercarle un micrófono y escucharla hablar sobre la insolencia de quienes creen tener la autoridad para decidir cómo debemos pensar o actuar. En mi instinto se encuentra mi libertad, hubiera dicho el pequeño animal. O pensemos en los pájaros- continuaba en el mismo folio que se titulaba “el zoolitico”-, toma a uno que justo pase sobrevolando tu tierra y convéncelo de que hay una ley que prohíbe su paso y condiciona su vuelo. Ponle tinta en las patas a ese pájaro y dale un folio para que escriba su descargo sobre libertades y nacionalismos.

A medida que avanzaba en la lectura, descubrí el pensamiento de un hombre sincero y original. Un inconformista que luchaba por encajar sin perder su esencia, la cual parecía empujarlo a la marginalidad si no lograba contrarrestarla con la aceptación de los límites y el amor por su mujer. Su obra estaba marcada por texturas y preguntas que parecía poder respóndelas sólo a través de lo absurdo. Según el difunto, que se consideraba un hombre sin mayores ambiciones, la verdadera subversión no radicaba en convencer al otro sino en avanzar libremente, propiciando ese silencio individual que tantas veces la política intenta embrutecer.
Aquellos manuales del difunto me provocaron una fascinación que acabó alterando la manera en que ahora veía a la gente de aquel pueblo. Su lectura me hizo dar cuenta de mi soledad, de lo engreído y equivocado que había estado todo este tiempo al creer que la mentalidad de aquellos hombres era simple y dócil. Sentí la necesidad de volver a la tumba de aquel hombre ahora conocía un poco más y regresé al cementerio esa misma madrugada.
 Hice el mismo camino que había recorrido con el cortejo fúnebre cuatro días atrás y entré al cementerio justo cuando comenzaban a despuntar los primeros rayos del día. Me preguntaba ahora que estaba entrando qué respondería si el sereno del cementerio me preguntaba a qué había venido. Por suerte no había nadie en la entrada y la puerta de rejas negras estaba abierta. Avancé entre las cruces y a pocos metros de llegar vi que había alguien arrodillado sobre la tierra todavía fresca de la tumba que yo venía a ver. Me asusté y noté como el corazón me comenzaba a latir cada vez más fuerte. Decidí agacharme y esconderme hasta que me calme y sepa qué demonios hacer. Qué tal si era uno de sus amigos, qué hacía yo -un extranjero, un intruso-  en aquel cementerio donde parecían estar los muertos de aquel pueblo. Me giré para ver si lograba ver quién era e inmediatamente la reconocí. Era la viuda y no parecía estar llorando, más bien parecía una estatua desgarbada. El cielo naranja de la mañana se llenaba cada vez más de luz. Entonces vi que la mujer abrió su cartera y saco un arma. El corazón comenzó a latirme nuevamente pero esta vez reaccioné parándome y corriendo hacia ella.
¡Noo! Llegué gritando antes de abalanzarme encima de la mujer.
Asustada, soltó el arma y rompió en llanto. Nos abrazamos y la apreté fuerte contra mí sintiendo como temblaba muerta de frio y miedo.
Luego alzó el rostro por encima de mi cuello y me clavó esa mirada confusa y desesperada que ya le conocía.  
-¿Usted? Pero… ¿qué está haciendo usted aquí?