20.11.12

Deshilando una pasión


No sabrías con precisión si estás realmente entrando o más bien saliendo de esta pasión, saliendo o por fin entrando a tu vida, tan sólo es claro que te vas asomando a esta mañana de jueves todavía molido por una dulce confusión mientras todo sucede sin tu consentimiento, incluso la emergencia por ser feliz es sorda a tu indecisión, y el cielo te corteja lúcido en esta mañana a pesar del gris de las últimas semanas, o meses, o años, quién sabe, a quién realmente le importa el transcurso del tiempo si al final llegó una pasión, y te atrapó, de prepa tal vez, pero te apresó y ahí te lleva en su soplo, vistiendo la ropa de ayer, cargando el mismo bolso cargada de papeles, llaves y billetera, apenas cubriéndote con una bufanda que huele tan nueva como esta comodidad que te propone detenerte en el puente, reparar en el fondo del río y tropezar con su agua, que nunca es la misma aunque así lo parezca, que risa, que chiste, y encuentras en el bostezo de la mañana un ánimo extraviado que te compra un café y te pasea por la ciudad entre sorbo y sorbo, lapidando al juez que busca redactar una sentencia, no hoy, no esta mañana, no jamás –ojala- y los pasos son largos por más que te estén llevando a esa oficina donde te dejas vencer cada día por las horas que impertinentes se burlan de tu alma de poeta y te sacan la lengua para que tu machete, nunca lo suficientemente valiente como para cortar de raíz la apatía que crece y crece, sea un trasto inútil que sólo se erecta cuando los horarios fijos del día te rescatan de esa oficina, ya un poquito extinto, no obstante la señorita que ahora te sirve el café, emporter, s'il vous plaît, nada sospecha que su cliente enfundado en ropa de ayer pero con estampa nueva -la de la pasión que te estaciona en tiempo y espacio- lleva años fugándose de una ciudad que fácilmente se vuelve hostil con quienes viven de manera distinta a lo que de ellos se espera, pero te aclaras que no resides donde vives, sino que estas simplemente de paso, en una de las primeras estaciones de un viaje sin supuesto retorno, tal vez una larga fuga que pretende evadirte de todo, incluso de ti mismo ¡al carajo con los viajes literarios! te dice la mañana de jueves presentándote una ciudad desde la cual poco a poco vas cayendo en la cuenta de que en realidad ya te has fugado desde que te asomaste a ella hace instantes, consciente ya que las horas son finitas y que serás un expatriado en su mundo, con sus lunes que vendrán y su jueves que es y ciertamente sus domingos de piedras mojadas en los bolsillos, porque cuando ellas se acumulan, pesan, hunden, pero ahora que has rozado el resabio de una pasión con los labios, ágilmente las arrojas al fondo del lago para crear sin esfuerzos un escenario adecuado donde tus desordenadas pasiones desconocen la posibilidad de controlar los sentimientos que te aguijonean a ti, a tu hambre, sed, memoria, deseos y apuros sexuales, en fin ya sabes de lo que hablo, de tus conmociones afectivas, esas que cuando se desbocan también despojan cuanta piedra mojada de domingo encuentran y de las cuales no hay ni indicios en esta mañana de jueves de cielo marino y otoño fresco que acaricia porque tu bufanda te resguarda de algo más que de la briza, te disfruta taconeando la ciudad envuelto en una amnesia y a la vez una certeza de que sucedió, de que anoche existió e incluso la noche anterior porque en realidad han sido dos los días que ahora entiendes como de repente, dos noches más bien ya que nada de lo acontecido entre medio cuenta, ¿y las noches? pues las noches no las recuerdas pero sabes que existieron porque aquí vas caminando, sintiendo las riendas en la mano, sin poder impedir esa sonrisa sin memoria que la justifique pero que tan afirmada va bajo tu nariz que todo lo huele en esta mañana, incluso el rastro de jabón que perfuma tu muñeca izquierda y que no terminas nunca de oler cuando ya es jueves mediodía y tres de la tarde y seis y por más que el tiempo se esmera en quitártelo, tu olfato se afila con el correr de las horas y todavía lo puede rastrear y encontrar aunque ya no sabes si realmente aún persiste su olor en tu piel o si es el registro que guardas en algún rincón de tu memoria, al cual hoy no puedes alcanzar pero ya sabes al dedillo cómo funcionan los aromas en ti y bien sabes que un día habrás olvidado lo sucedido y probablemente estarás yendo a algún lugar, abrazando otra ciudad, y al ducharte en algún baño espontáneamente te sacudirá el olor de tu cuerpo enjabonado y llegará una pasión que habías olvidado, que habías creído olvidar más bien te corregirás, porque desafortunadamente para tus miedos y afán de mediocridad, los años nunca logran ser lo bastante eficientes como para borrar aquellas pasiones que te elevaron por encima de la inevitable vulgaridad que es vivir y nada más vivir, y entonces será miércoles o sábado o quién sabe cuál día pero para ti será aquel jueves de otoño en que te asomaste a la ciudad desde aquel cuarto y con esos ojos celestes mirándote para que de repente ya nada sea igual, y seguramente saldrás corriendo a vaciar las palabras que te ayuden a tocar su cuerpo con tu mente y encontrar en ese acto tan solitario el silencio que te servirá de techo al cual subir y seguir andando de esa manera tan inevitablemente distinta a lo que se espera de ti mientras quién sabe dónde estarán aquellos ojos celestes que te miraban somnolientos -y tuyos- al despedirse por la mañana, o vivaces y astutos bajo la luz sutil de un restaurante la noche anterior y que te obligaban a elegir un vino con el que tú, aceptando la provocación porque ni esfuerzo para contradecirla, recordaste tus años de camarero sugiriendo vinos que jamás habías probado pero que escuchabas eran ligeros, intensos, buenos para tal o cual comida, o tantos otros detalles que no podías evitar oír, porque todo lo oías y nada decías, todo lo observabas y acumulabas sin saber que hoy te serían útiles bajo la luz de cera que alumbra intermitentemente su pómulo debajo de esos ojos celestes, y te dan ganas de apoyar tus labios sobre esa piel pero no, no ahora, ahora eliges el vino y la escuchas porque además te gusta oírla hablar, no sólo su acento, su forma de articular la o cuando dice no, sino también aquello que dice, porque lo único que parece contener tus ganas de llevar los labios a esa mejilla iluminada por la temblorosa luz de una vela son las cosas que te cuenta, la forma en que va expandiendo su intelecto, su soltura y su repentina contención, su forma de ver el mundo y los hechos que en él suceden, los cuales son interesantes pero a ti no te importan, los ves tan lejanos en esta noche de miércoles mientras el vino llega, y con cierta intranquilidad espero no haberla defraudado, pero no, tranquilo, le agradaste sorpresivamente, tantas cosas se estrenaban que te parecía inapropiado ser predecible, brindaron, tomaron y la escuchabas hablar mientras sentías que te estaba robando tus palabras y maneras y no podías más que sentir la servilleta sobre tu falda y sonreír mirando un plato vacío, sin saber qué decir, prefiriendo permanecer silenciosamente vacío y aspirar a que ojalá, ojalá entienda por tu ausencia de palabras que también a ti te habla lo absurdo, también tú te tornas vulnerable ante alguien que se ríe de sí mismo, ante el humor que provoca la propia ridiculez, que tampoco tú puedes evitar reírte de ti mismo para sobrevivir a pesar de que este mundo se esmera por obligarnos a tomarnos en serio, y en el silencio te dices mientras no le quitas los ojos de las mejillas y de esa mirada celeste que te llega desde abajo y por encima de sus breves cejas, que tal vez después le contarás el camino que recorriste para llegar a ese mismo sitio que ella te describe, pero después no llega -y mejor así-, por ti que no llegue nunca porque de su mano vas logrando otros después, te gusta tanto que te lleven de la mano, hipnotizado, seducido, domado, porque sólo tú sabes lo difícil que es domarte, hipnotizarte, seducirte, y por eso es que esta noche estás fuera del mundo, blando y dócil como un molde esperando a ser inundado, y cómo no, afuera llueve, las luces de los faroles iluminan columnas de agua y luz que caen desde ese cielo encapotado, en la esquina unas siluetas oscuras venden droga, los coches esperan en el semáforo, llueve y todo es increíblemente agraciado porque la lluvia y el vino te empujan a abrazarla bajo su paraguas y a encontrar gracia en todo, y sus mejillas siguen igual de suaves bajo la húmeda luz de la madrugada como cuando las veías hace instantes en la débil luz de un salón semivacío, y es lógico correr si piensas que esto no puede estar sucediendo y la noche es de Octubre y las luces de los coches desfilan de un lado a otro mientras ustedes corren al después, con todo tu silencio y todas sus palabras todavía adentro tuyo, escondidas, olvidadas y diluidas con la lluvia porque no las necesitas ahora, las guardaste adentro de un cajón, apretándolas para que quepan todas mientras tomabas el último trago de vino y ella un café ya sin hablar, o al menos no con palabras, quedando al descubierto que en esa mesa había una mitad abandonada y la otra abandonando, y fue la lluvia la que interrumpió ese silencio en el que seguro se podrían haber quedado horas y horas, porque así de exagerada es la pasión entre ustedes te dices, pero el paraguas y los coches los escoltaron hacia un después al cual te dejaste llevar como un ciego sosteniendo un hombro, su hombro, despacio mientras la ciudad ya comenzaba a ser otra, más bien la ciudad de la que finalmente lograbas fugarte, y no desde un tren sino desde sus mismas entrañas después arrodillarte y quedar de brazos muertos rozando sus pies, derrumbado y besando el polvo, cerrando los ojos, escuchándolo todo, imaginando sus ojos celestes en la oscuridad y los cuales ahora, si bien sabes que existieron no logras saber con precisión qué fue lo que realmente sucedió anoche, emporter, s'il vous plaît, y sorbo a sorbo intentas buscar la memoria detrás de esta sonrisa que paseas por la ciudad en este jueves por la mañana, pero es en vano, la amnesia es tan dulce y poderosa como lo es el filo de la hoja que arranca de raíz cualquier esfuerzo por borrarla a ella o a esta pasión.









 
 










 
  


16.11.12

Enrique

¿Acaso dije ya que el otoño me inquieta? Sus días cada vez más cortos los vivo como una premonición de que algo terriblemente importante se está acabando, y que durante los meses que faltan hasta la primavera no sabré con certeza qué fue aquello que se me escapó. Son temporadas en las cuales mis paseos por la ciudad se vuelven circulares y los días comienzan a tener un rasgo peligrosamente mecánico.
Parecería como si el otoño fuese en la práctica un proceso de estancamiento, de estabilidad bochornosa. Y para colmo mi carácter y mi lucidez, afectados, se tornan espesos y trabados, abandonándome en manos de una parsimonia para asimilar aquello que me rodea. Aun vivo el verano cuando de repente un día me despierto y las hojas de los arboles ya han cubierto todo el mar. Ni bien comienzo a asimilar este paisaje que ya la nieve se está burlando de mis zapatos. Trato de buscar las pistas de lo que vendrá a través de los pequeños detalles que hay en la ciudad, pero no alcanzo, soy tan lento con cada detalle que recojo, que acabo barrido por el viento del calendario.
En una de esas temporadas y buscando uno de esos detalles, fue cuando encontré a Enrique. Un catalán de sólo 23 años y recién llegado de Melilla tras haber cumplido, muy a su pesar según me contó, un año de servicio militar obligatorio durante el cual hizo todo lo posible por fingir una chifladura que le permitiese la baja. En ningún lugar más lejos que la demencia se encuentra parado ese joven de mirada severa. Y eso lo supe desde que lo escuché hablar, aunque no mientras lo observaba de lejos. Cargaba con unas ojeras húmedas sobre las cuales podía verse una mirada amable aunque distante. Por lo demás era preciso y bohemio, y era tan desgarbado como formal y triste, a pesar de su inevitable juventud.
Nos conocimos por casualidad durante una lectura pública un miércoles por la tarde, y me bastaron sólo unos minutos de charla para entender que era un hombre de extremo escepticismo e incapaz de adaptarse a lo que le rodeaba, es decir más o menos la clase de tipo en el que temporalmente me había convertido yo durante esta época de días cortos. La torpeza de sus movimientos revelaba su juventud, sin embargo algo en lo que callaba me hacía suponer que había vivido más años de los que en realidad aparentaba. Le di mi teléfono, dirección y le dije de vernos un día de estos. A los pocos días me olvidé de él.
Hoy salí del trabajo cuando el cielo invernal estaba violeta y el día aún agonizaba. Llegué a casa y comencé a preparar la cena antes de lo habitual, más para entretenerme que por hambre. Me encontraba cortando una cebolla cuando escuché que golpeaban mi puerta con los nudillos de una mano. No son comunes las visitas imprevistas en Suiza, y como no esperaba a nadie, tal vez por eso es que sentí un poco de aprensión cuando el ruido volvió a insistir. Al abrir la puerta lo vi a Enrique saludándome con una sonrisa y excusándose por no haber llamado antes para avisarme que vendría.
Lo invité a pasar y a cenar, aunque rápidamente olvidamos comer y preferimos quedarnos en el salón conversando y bebiendo, primero cerveza y luego una botella de vino.
Siento como si aquel joven hubiera tomado mi cerebro con la punta de sus pálidos dedos y lo hubiera inspeccionado bajo la luz de mi lámpara de pie; girándolo como una fruta a la que acercaba su vista para ver las sombras que se iban formando sobre su rugosa superficie. En cuanto a mí, lograba ver cada una de las palabras que soltaba, y las cuales aparecían de a montones, todas exigiendo mi atención. Presentí la fascinación de ver mi soledad iluminada por palabras. Enrique hablaba sin detenerse, del pasado, de la muerte, y al hacerlo iba desvistiendo a ambas hasta dejarlas con cuerpos tangibles e inevitables, y por lo tanto absurdos a cualquier temor, según dijo.
Sentado en el sofá de mi salón y con los codos apoyados sobre las rodillas, Enrique iba liberando palabras que abrían ventanas desde las cuales se oían coches subir por la avenida Aribau. Algunos sonidos de su voz parecían repetirse, aunque no sabría con precisión si ciertas palabras reaparecían, o si la ventana que abría era siempre la misma pero enseñando un paisaje diferente cada vez. Desde donde estábamos parados él y yo, la ciudad se veía como un campo nocturno sembrado de cubos con luces amarillas dentro de los cuales suponíamos que se planeaban suicidios, o se amaba una pareja, o sucedían insomnios que obligaban a asomarse para ver la ventana que a su vez los observa. Tan sólo cuando bebía y lograba fijar mi mirada en el vaso, es que conseguía apenas por unos segundos esquivar sus palabras y las imágenes que ellas dibujaban. Se atropellaban por alcanzarme mientras Enrique, con el abandono y el descuido de un lector voraz que encontraba en mí suficiente amparo –o ignorancia- como para bajarle la guardia a sus pensamientos, deshacía argumentos con palabras llenas de oscuridad mediterránea. Todo lo que me contaba llegaba desde una distancia, acaso una ventana desde la cual alguien me miraba a mí.
Un joven cuyo rostro parecería no tener pasado, me exponía con sus oraciones -sin pausas ni puntos finales- las texturas de una vida ancha en tiempo y soledad. Y nuevamente supuse por los silencios de su enmarañada oratoria, que todo en él era sincero, incluso su identidad incierta. Me decía, mientras también se reafirmaba a sí mismo: Riega, riega el pasado por más que ya no seas el que fuiste, cómo podrás entender aquello que no dejas crecer, no seas cobarde ni holgazán, no hagas con tu pasado lo que el invierno hace con los días, acortándolos hasta dejarlos como sucesos rápidos y vacíos. Escribirás el mismo cuento toda tu vida por lo que no busques un final cuando no lo hay, más bien déjate llevar por la incertidumbre perpetua, probando descubrir quién eres hasta el último respiro. En ese momento verás que la oración final era tan simple que es absurdo buscar durante tanto tiempo algo tan breve.
Me hablaba él y me hablaba yo a mi mismo, y a fuerza de imaginación la conversación fue cobrando forma y color hasta eventualmente ponerse en movimiento. Con nitidez veía ahora sus palabras desfilando por mi casa, entrando al baño o apagando la luz de la cocina. Veía veranos bochornosos en la costa brava e inviernos sonámbulos en París, ambos tomando forma de signos exclamatorios. Algunas palabras se acercaban a la mesa ratona y regulaban la iluminación de la lámpara bajo la cual Enrique inspeccionaba, con severidad poética, cada uno de mis órganos que exponía y giraba con la punta de sus dedos.
Se acabó el vino y le ofrecí licor; me pidió un café en su lugar. Lo preparé mientras él permanecía en el salón. Luego salimos al balcón a fumar. Mencionó algo sobre el repentino cambio de temperatura y como el frio le recordaba a los inviernos en Berlín.
Finalmente tomó su oscuro y largo abrigo. Una vez puesto le subió el cuello como si su imagen no fuera lo suficientemente desolada, y me anunció que debía irse ya parado junto a la puerta. Lo despedí y cerré con llave.
De regreso en el salón preferí dejar todo tal cual estaba. Tan sólo apagué la lámpara y dejé la puerta del balcón abierta para que las palabras que aun daban vueltas por la casa encontraran fácilmente una salida.
Presiento que Enrique tendrá un gran impacto en mí.






 

 

 

14.11.12

El libro huérfano


Llego al edificio fumando el último calo del cigarrillo, inhalando el humo profundamente mientras el frio me curte el cuero. Ya bajo el portal lanzo la colilla lo más lejos posible, no quisiera que el viento la devuelva sobre mi cuerpo de papel provocando un suicidio indeseado. Es un hábito horrible el fumar, decía papá durante los ocho meses que duró mi parto, pero si no te mata eso, seguro que otra cosa será. Y cuánta razón tenía. Aquí parado frente al geriátrico entiendo que la muerte que nos imaginamos para nosotros mismos es en realidad tan sólo una especie de oscuro anhelo. La verdadera, en cambio, puede que vista un atuendo tan negro como el que sospechamos, pero siempre llevará bordados impensados. A veces especulo –no sin culpa- que hubiera sido mejor que papá muriera con sus pulmones chamuscados a causa del cigarrillo, pero conservando hasta su último respiro toda esa creatividad cargada de sentido y sombra que nunca dejo de exprimir. Aquella sin la cual yo no existiría.

Mirando el portal me doy cuenta que olvidé el código de entrada y maldigo por ser tan olvidadizo. Es algo que nos sucede a nosotros los libros. Sólo recordamos nítidamente y sin esfuerzo aquello que llevamos escrito en el cuerpo; el resto de la información nos es tan frágil como a los humanos. Me lanzo a adivinar la combinación apretando números y letras pero es inútil, se me mezclan fechas y antiguos códigos de otras puertas. Qué ironía no recordar el código que abre la puerta a un sitio donde sus inquilinos han perdido la memoria.

El viento me tambalea con su soplo húmedo. Aprieto fuerte mis tripas de papel y ajusto el cinturón que me ayuda a mantenerme cerrado. No tendría que haber venido hoy, este viento puede despedazarme, o peor aún la lluvia que comienza a amenazar. Ya he tenido pesadillas donde voy en medio de una tempestad sin encontrar un lugar donde resguardarme, corriendo mientras el agua me va mojando y desfigurando hasta dejarme ilegible y perdido entre manchones de tinta. Mi mayor miedo: perder la identidad; volverme un trasto inútil sin nadie que se interese o apiade de mí para al menos regalarme un estante donde vivir. Es así, nosotros los libros vivimos con el miedo latente a la meteorología y al olvido.

Una enfermera me reconoce desde adentro y se compadece al verme peleando con el código de entrada. Apenas baja el picaporte el viento empuja groseramente la puerta hacia ella, asustándola. Me escabullo rápidamente y al cerrarse el cristal detrás de mí, me golpea el olor del interior. Es inconfundible, no podría decir con exactitud a qué huele este sitio, sin embargo a mí siempre me ha parecido un olor a juventud remota y sala de espera.

 

– Gracias, le digo y comienzo a atravesar el pasillo de suelos alfombrados.

Al pasar por la cocina entro un instante a saludar a mi amiga la tostadora. Me asomo desde la puerta y veo que duerme desenchufada. Nos hicimos buenos amigos conversando durante las noches que pasé aquí los primeros meses que trajeron a mi papá. Siempre me ha resultado alguien asombrosamente positiva y alegre, tal vez por eso buscaba su compañía aquellas primeras noches. Llegó aquí hace unos cuantos años gracias a una enfermera que la encontró en la calle. Según me comentó en una de nuestras charlas nocturnas, su dueño la había cambiado por un modelo más moderno. Hay que ser una tostadora abandonada en la basura para apreciar el gesto de aquella enfermera. Supongo que por eso ella es tan feliz en este sitio al que yo siento tan desconsolado.

Finalmente llego a la habitación número catorce de la planta baja. Golpeo la puerta antes de abrirla suponiendo que el sonido llegándole desde tan bajo le revelará que soy yo. Abro y lo veo sentado en su silla junto a la ventana. Respiro hondo, me desabrocho el cinturón que comprimía mis hojas y lo llamo por su nombre. Sebastián. No, no se gira ni tampoco parece percatarse que alguien ha entrado.


Se aprende a asimilar las estampas que el paso del tiempo va sellando en nuestros seres queridos, esas que los transforma en existencias cada día más pequeñas e inmaculadas; no obstante, es una puñalada ver la mirada de quien te amó y crió con tanta energía, ahora ausente como si fueras un fantasma. O peor aún, reconociéndote como un raro objeto que nunca solicitó. En esa ausencia de vida me irrumpe como una contrafuerza los recuerdos más enérgicos. Veo sus manos escribiéndome mientras va tomando forma la espina dorsal de mi personalidad, llenando cada una de mis casi trescientas hojas con ese mundo que sólo él veía con tanta claridad e ímpetu.

Se requiere de nervio para no sucumbir frente a un fantasma, y mamá parece no tenerlo. No la culpo. Decidió dejar de venir a visitarlo justificando que la persona que vive allí no es la misma que conoció a lo largo de sesenta años. La demencia que se apoderó del hombre que yo ahora veo sentado junto a la ventana también se ha robado todas sus cualidades.

Le acomodo una bufanda alrededor del cuello y abro la ventana para que el aire frio de la tarde ventile el cuarto. Ya me han regañado por hacer esto, pero supongo que las enfermeras son insensibles al aire que se respira en estos cuartos y el cual no aprendo a tolerar.

Cierro la ventana mientras le pregunto a papá si quiere un chocolate. Sólo se oye mi voz en el cuarto. Del armario saco la caja de bombones que traje en la última visita y noto al abrirla que faltan más de los que recuerdo haber dejado. Elijo uno con relleno de dulce de leche y se lo llevo a la boca. Papá tensa los labios obligándome entonces a empujar el bombón hasta que finalmente huele el sabor dulce del chocolate y ceden. El relleno espeso se le pega entre los dientes y veo que lentamente, muy lentamente, alza la mano derecha para intentar quitárselo con el dedo índice. Mientras remueve el caramelo de las muelas se gira y me sonríe como un niño que busca complicidad. He aprendido a valorar esos instantes de felicidad tan fugaces pero visualmente reconocibles. Siento que son chispazos de lucidez en una vida enflaquecida y de la cual supongo que también él es consciente.

Leí hace unos meses que la lectura u otras actividades cognitivamente estimulantes ayudan a mantener los niveles de una proteína vinculada con el mal de Alzheimer. Es por eso que en cada visita procuro leerle algún libro. Hoy, sin embargo, elijo leerme a mí, su sonrisa de hace instantes me llenó de necesidad de que me reconozca. Me acomodo sobre el pequeño espacio que hay bajo la ventana y abriéndome en la décima página comienzo a recitar en voz alta.

No quisiera, créanme, sentir el nervio que empuja a que aparezcan estas palabras. Pero a veces ellas son un amparo, o el grito cohibido en la noche. El silencio que las viste jamás comulga con el ruido que las empuja o la necesidad que las libera para que yo intente atesorarlas en un papel. Me pregunto qué es la decisión. ¿Una ventana respirando?, ¿una vela amarilla tiritando?, ¿un vaso inacabable?, ¿alguien? Cuando la mirada se marcha con el humo que brota por la boca, las manos arriman el hombro a esa alma inquieta. Siempre dispuestas a satisfacer la necesidad de escribir; si el coraje lo permite. Las palabras que nacen traen alivio, y son las manos las que salen al socorro del escritor, recordándole que ellas existen, aun, siempre, afortunadamente. Son un guiño de ojo. Quien escribe siempre lo hará desde su soledad. Sus palabras podrán evocar multitudes pero siempre serán articuladas por las manos de un hombre en silencio.

Cuando el tiempo parpadea y evoco el vientre que algún día gestó mis palabras, no deja de resultarme curioso que nunca viene el recuerdo del nervio que las empujó. No aparecen más que los colores que repasan, las sombras que conciben y los sentimientos que encharcan. Escribir no es solo una forma de vivir, sino también de revivir.


Continúo leyendo unos minutos más pero el sueño me vence.

Al despertar me cuesta entender dónde estoy. Me giro y veo el vaso con agua sobre la mesa. El paisaje ya casi oscuro del parque a través de la ventana me devuelve a la realidad. Papá sigue sentado en el mismo sitio pero ahora me mira fijamente, a mí. Lo veo y creo leer algo en sus ojos acuosos. Hola, me dice con una voz áspera que desentona con el gesto suave que la verbaliza. Hola, respondo tomándole la mano.

 

Uno…dos…tres…cuatro…se inclina hacia atrás en su silla y noto su mano relajarse mientras vuelve a su habitual postura lejana.

Mi papá, el escritor Sebastián Salvador, murió unas semanas más tarde. Cuando lo leí en el periódico no sentí tristeza, sino soledad. La muerte de tu creador te deja como único lazo suyo con el mundo.

Aquel noviembre llovió casi a diario, lo cual me obligó a quedarme en casa durante días enteros por el miedo latente a perder mi propia memoria.