10.9.12

La revelación


Había sido una estupidez lo que acababa de hacer. Arrojarse al vacío desde un vigésimo piso había sido una verdadera estupidez. Otra más en una larga lista acumulada en cuarenta y dos años. Sólo que esta vez la estupidez era irreversible. Así de irónica alcanza a ser la vida, o la muerte (qué más da). Lo cierto es que ni bien se dejó caer por la cornisa, comenzó a sentir los chicotazos del miedo azotándolo por todo el cuerpo con aun más furia que cuando estaba parado frente al vacío, algo dubitativo. Ahora, en caída libre, sentía una furia ardiente, eléctrica, llenándolo de fuerza por dar lucha, por gritarle en la cara a cada uno de los habitantes de este mundo: AQUÍ ESTOY YO, CARAJO! Era más que una furia, era una rabia que aunque se estaban conociendo por vez primera, la sentía propia. El vértigo, por otro lado, le tiraba sin piedad del nudo en su garganta, y esa sí era una fuerza familiar. El estúpido iba cayendo como un loco peleando con cuerpos invisibles. Y tristemente en esa lucha de desahogo y miseria con final irreversible, el pobre hombre descubrió que el olvido no existía. Dejarse caer desde aquella altura le había despertado de un manotazo toda la modorra; ya nada dormía en él. Más bien todo lo contrario. La impotencia que lo había empujado al vacío se había quedado allí arriba, sin coraje para lanzarse con su dueño. En cambio quien bajaba ahora a toda velocidad y cortando el paisaje como un meteorito, era un saco lleno de vida, nítida y hambrienta. Era todo lo que creía perdido en el olvido. Lanzarse al vacío le estaba mostrando que en realidad todo había estado durmiendo desde siempre en algún lugar remoto a la que se podía llegar también con paciencia y voluntad...o con la revelación repentina -jamás divina- de un acto tan huérfano como el que acababa de cometer.
El aire que había sentido en falta desde hacía años ahora rebasaba abriendo de par en par las puertas a la ciudad antigua, la eterna metrópolis de sus días que ya eran claramente finitos. Y en esa imagen que muestra la vida en un instante vio las ruinas de las primeras construcciones aun aguantando las demás versiones que fueron construyéndose tras guerras y protagonistas de épocas anteriores.
Una de las columnas tumbadas, la más bella e inútil de todas, le recordó su adolescencia más rebelde y las voces de aquella época. Allí había escuchado eso de que muchas de sus  incertidumbres y curiosidades podían convertirse en hoces abriendo el paso de su propio camino si tan sólo lograba tejer con lecturas y actos el lazo que lo uniría con el mundo exterior; que los silencios se podían volver melodías sobre el ruido blanco si se animaba a tocar los instrumentos que lo rodeaban. En definitiva, que todo un instinto de vida podría haber irrigado su desgano.
Sintió entonces nuevamente la verdadera estupidez de su decisión, llena de un sabor agrio como de leche podrida, y ante el inminente golpe que le estaba por partir el alma contra el pavimento, se consoló aún más neciamente evocando aquello  que todavía le quedaba mientras el corazón latiera y la razón conste. Recordó entonces el perfume de sus axilas de limón, la seda líquida de sus cabellos azabache, la palidez primaveral de sus pechos, pero por encima de todo recordó –casi físicamente- el amor paciente que ella le había regalado por haber visto en él lo que él recién veía ahora.
Gritó: Mierd...!