2.7.12

Fotografias del viaje




A Buenos Aires llegué por agua. Tras doce días navegando el Atlántico por fin vi las luces titilando en la noche de martes: ante mi estaba aquel inmenso país sudamericano. Con la ciudad despuntando a lo lejos desapareció el pasado y llegó el sabor de la aventura, como si ambos fueran incompatibles en mí. Me abroché el abrigo, abrí la puerta y me aferré a la baranda de bronce, no se escuchaba más que el silbido del viento barriendo la cubierta; todo era silencio a pesar de la vida que se desprendía de aquel lugar al que me dirigía. ¿Qué venía a hacer? creo que a recorrer una fantasía fundada por lecturas adolescentes. ¿Qué venía a buscar? No era para encontrar que había partido.  

Pasé una semana en la capital, caminando sus anchas avenidas, calles y parques. Vagando. De a ratos me sentaba en las glorietas de los parques para descansar de la agitación que me provocaba ver mis visiones teñirse con realidad. Al cabo de cinco días, cuando empezaba a comprender un poco la idiosincrasia de aquel sitio, alguien me dijo de manera inesperada que aquella ciudad era un trozo de tierra a la que el puerto y la inmigración la habían rodeado de agua, y que por lo tanto, en realidad, me hallaba en una isla.

Decidí entonces partir hacia una ciudad del interior, bien dispuesto a creer entonces que aquel sitio que un desconocido me había confiado visitar sería sin discusión el país que buscaba. Viaje doce horas hasta llegar a esa ciudad. Pasé dos días allí y al atardecer del primero ya me había enamorado de aquel rincón tan lejano. Lo sentía más vivo y dinámico que la capital, a pesar del ritmo parsimonioso de sus ciudadanos. Sin dudas era el aire que se respiraba era encantador.  Al tercer día, mientras desayunaba sentado en una terraza de sillas y mesas de plástico rojo, me volvieron a robar mi regocijo. El camarero que me servía el café, un hombre de unos cincuenta años, barrigón y mal afeitado, me afirmó que aquella ciudad no era bajo ningún concepto el país del cual le había hablado hacía unos instantes cuando me preguntó qué hacía un extranjero por estas tierras. Me habló de lo agradable que era el clima allí -y así lo creí mientras levanté la mirada al cielo azul de la mañana- pero que sin embargo este país era un vasto territorio muy distinto a aquello que yo había visto en los últimos dos días.

 

Unos afirmaban que la legítima Argentina estaba en el sur, mientras que para otros se hallaba en algún pueblo árido del norte. Otros no decían nada, sólo hacían señas para indicarme la dirección. Entonces resolví seguir un plan: viajaría a lo largo del país en coche, atravesándolo de norte a sur y volviendo por una ruta distinta, bajando por el oeste montañoso y regresando a través de la costa Atlántica, con la fe de que sin duda en alguna parte hallaría la Argentina de mis libros. Regresé a la capital en avión, compré un auto de segunda mano a un conocido de un conocido –pagando un precio tan razonable que me hizo dudar de la procedencia del coche-, nos aseguramos los dos, y en una floja mañana de Septiembre dejé Buenos Aires por Argentina.

(...)

En verdad, cuando cierro los ojos y trato de resucitar las imágenes de aquel país donde viví seis meses, no me imagino en Córdoba, con sus arroyos y sus fachadas de ladrillo, ni en Buenos Aires, con sus edificios, sus vastas colecciones de monumentos y sus ricos y pobres, ni en Salta ni Bariloche, ni en sus calles de siesta con faroles como árboles, ni en las montañas, sombras o atardeceres… sino en un cruce entre dos caminos como éste, con una estación de servicio dormitando en un campo de alambres y de anuncios.
 
 

 

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